Desde el acantilado

Share on FacebookShare on Google+Tweet about this on TwitterPin on PinterestShare on LinkedInEmail this to someonePrint this page

cabo elbuscondeviajes

El invierno iba llegando a su fin, buena muestra de ello era lo bonita que, poco a poco, iba luciendo la vegetación; y eso sólo podía significar que los señores Robinson estarían de nuevo acompañados. Louis y Clarisa son una pareja de jubilados que decidió mudarse a la que, hasta ese momento, había sido su lugar de retiro y descanso; su casita en la localidad costera de Newville. Allí gozaban de la tranquilidad que no ofrecía la ciudad y del silencio que les permitía disfrutar del sonido del mar, de las olas al chocar en las rocas y del silbar del viento cuando sopla de poniente. Sin duda fue un acierto adquirir aquella casa, aunque ella siempre se mostró más reticente, pero al final su marido supo convencerla, bueno él y el entorno inigualable.

Cuando llegaron allí apenas había vecinos en la zona, únicamente un par de familias, eso sí, con niños pequeños; para ellos era maravilloso, pues siempre han sido bastante niñeros. De hecho, siempre se han lamentado por no haberle dado un hermano a su único hijo, Johan. Les encantaba reunirse por las noches en el jardín de casa junto a los demás y contar historias y leyendas que hablaban del pueblo, de su playa, de su gente y del faro; siempre con cierto halo de misterio, sobre todo las que narraban los secretos que escondía este último, los niños se lo pasaban en grande, aunque también sentían un poco de miedo, pues decían que la luz que desprendía e iluminaba el mar, permitía contemplar a seres extraños que se asomaban sobre el agua. Con el tiempo comprendieron que esos seres, incapaces de ser identificados, eran sirenas, las sirenas del mar que cautivaban a todo aquel que escuchara su canto.

Louis, que era, y es, gran entusiasta del mar, confesaba en esas reuniones nocturnas que, una vez, cuando su hijo era pequeño, éste le contó que una de ellas se dirigió hasta él y le habló, más bien le susurró que fuese a visitarla cada día, bajo el acantilado donde se erige el viejo faro. La inocencia del niño hizo que su padre lo supiera, algo que pareció molestar a la astuta sirena, pues cuando Johan aparecía en el lugar previsto jamás se dejaba ver, a lo que su padre respondía con una sarta de regañinas y su correspondiente enfado. El pequeño siempre insistía en la veracidad de sus palabras, pues era imposible olvidar aquella voz melosa, con toques aterciopelados. Contaba que poseía una gran melena castaña, los ojos más verdes que jamás hubiese contemplado y una sonrisa sensual y nacarada. Su madre tampoco lo creía, más bien se limitaba a escucharlo y a restarle importancia, en lo que sí se afanaba era en hacerle comprender que no debía bajar solo a los acantilados, pues verdaderamente resultaba peligroso para un niño.

Una vez, el guardián del faro tuvo que cobijar en su casa a los Robinson y a la familia Clenic; pues hubo un tornado y el sitio más seguro donde guarecerse era allí. Aquello sí fue una gran aventura, algo que para los más jóvenes se convirtió en toda una heroicidad por parte de Lang, un tipo algo extraño y solitario que se dejaba ver mínimamente por el pueblo y con el que muy pocos habían hablado; sabían de su existencia porque se ocupaba muy bien de su labor, porque si no, bien podría haber formado parte de algún personaje de las leyendas que le gustaba contar al carismático Louis. Esa noche el viento parecía haber encontrado su libertad y soplaba con tal furia que hasta parecían escucharse unos cantos atrayentes y con voces totalmente desconocidas. Pero cuando amaneció todo eso quedó en el olvido, en el momento, lo más importante era valorar los daños causados por el temporal y ayudar en lo que correspondiera.

cabodegata elbuscondeviajes

Algo extraño fue la desaparición de pequeñas embarcaciones que se hallaban ancladas en el muelle. Parecía que se las había tragado el mar, los vecinos se agruparon frente a la playa observando la escena, cuando de repente alguien gritó:

– Han sido ellas, son embaucadoras, te engañan, te convencen para luego no dejarte escapar.

– ¡Cállate! – respondió un lugareño.

– No dices más que tonterías – asintió otro.

Lo cierto es que se creó un clima desagradable, las pérdidas eran más elevadas de lo que esperaban y la tensión no hacía más que aumentar por momentos. Pero para eso estaban Clarisa y su marido, eran expertos en apaciguar hasta al ser más bravío, todo está en saber razonar y en saber escuchar. Y, como era de esperar, lo consiguieron; así es que todo el mundo se puso manos a la obra para recomponer de nuevo su tranquila localidad.

Pero aquellos eran otros tiempos, otros en los que las familias que no vivían allí de forma habitual, ansiaban reencontrarse con las demás, charlar horas y horas sobre sus monótonas vidas, jugar a las cartas hasta altas horas de la madrugada, organizar barbacoas interminables y pasar largas jornadas playeras.

– A día de hoy, lo que más lamento es la escasez de amigos. Cuando vivíamos en Roadcity siempre teníamos a algún invitado para almorzar o merendar – le confesó Louis a su esposa.

– Ya querido, pero aquí gozamos de otras cosas, aunque también admito que a veces la falta de bullicio me deprime un poco – respondió ella.

-Aunque ya están al llegar los primeros turistas de la temporada y los Julians, también los Verdasco y los Martins, así que pronto podremos reunirnos como siempre hemos hecho – contestó ilusionado él.

– Al parecer Matilde Clenic también viene este año, me lo han dicho en la panadería, se quedará hasta otoño -comentó Clarisa.

– Es una pena lo de Bruno padre, nadie esperaba que estuviese enfermo, ya sabemos lo terco que era, pero debía habernos contado que le quedaba poco tiempo de vida. No me quiero ni imaginar cómo debe estar pasándolo la pobre mujer -matizó Louis.

– Pues gracias a su hijo, a Bruno, que se ocupa de ella porque si no…. – contestó su esposa.

 

Para los habitantes de Newville la llegada de la primavera supone el cambio entre la estación más fría, más sombría y la explosión de color y alegría que acompaña a la nueva. Desde hace bastantes años se celebra la llegada de la misma, obsequiando a la madre Tierra con flores y vino, eso simboliza la abundancia de colores, lo que se traduce en el número elevado de almas que rondarán el lugar; las vidas que sobre él permanecerán y el elixir de juventud y sabiduría que regará la tierra fértil.

Pero es también tiempo de reencuentros, aunque ya sean pocos de la pandilla dorada, los que quedan. Ahora toca conocer a las nuevas generaciones que llegan con tantas ganas, contarles las viejas historias que tanto divertían a niños y mayores; gastarle la típica broma sobre que deben pasar una noche haciéndose cargo del faro si quieren tener una estancia tranquila y reunirse los domingos en la playa.

– Y es que la jubilación es lo que tiene, es tiempo de descansar y disfrutar – murmuraba Louis.

– ¿Qué dices Lowi? – preguntó Clarisa.

– Nada, cariño. Sólo reflexionaba en voz alta -respondió él.

 

 

Quince años después….

– Vamos papá, termina de vestirte que nos vamos de paseo, hoy hace un día estupendo. Hoy te voy a llevar al faro, hace mucho que no subimos y me apetece disfrutar de las vistas. No olvides usar la protección solar, podrías quemarte si no la utilizas, cada vez tienes la piel más sensible y delicada. Venga va, voy a hacer unos bocadillos y salimos. Mamá ayúdame con los zapatos, no sé si es mejor que lleve zapatillas de deporte o sus mocasines azules. Encárgate de eso mientras revuelvo la cocina en busca de víveres – comentó Johan.

El sol luce con fuerza, tanto que la brisa del mar resulta necesaria para soportar las cálidas temperaturas. Johan y sus padres se aproximan a los acantilados, desde allí se puede otear el inmenso mar. La subida resulta algo complicada, pues la silla de ruedas de Louis se atranca constantemente por el camino escarpado. Desde que el pobre sufrió el ictus camina con dificultad, y para trayectos más largos debe hacer uso de la misma. Parece mentira que un hombre tan jovial, tan activo y tan lleno de vida se encuentre limitado de esa manera. Todo en él ha cambiado, apenas habla, no ríe y los veranos han dejado de tener relevancia para los de siempre por la falta de reuniones, sentados en círculo alrededor del césped, escuchando las astucias y peripecias de unos cuantos personajes imaginarios nacidos de la invención de Louis. Ya nada será igual.

Se para un momento, él quiere llegar hasta abajo, a la orilla; quiere tocar el agua, parece ansiarlo, de repente, Johan se muestra dubitativo; camina un poco, unos pasos más, se lleva su mano hasta la oreja derecha, como queriendo resguardarla del viento, para afinar el oído y poder atender con precisión. De pronto, baja la vista, concentrado y se detiene:

“Yo he oído esa voz antes”, pensó. “Hace tiempo. Hace mucho tiempo. Pero, ¿dónde?”

Dejó caer la mano.

Share on FacebookShare on Google+Tweet about this on TwitterPin on PinterestShare on LinkedInEmail this to someonePrint this page

Deja una respuesta